viernes, 25 de octubre de 2013

Los guardianes del monasterio


La verdad es que no sabemos con certeza de que manera nuestro monasterio vino a caer por estos predios. Por aquí no se conocían más que unas míseras carbonerías que sacaban su negro producto quemando la materia prima de un tupido robledal y unos cuantos hatos de ovejas que saciaban su sed en Matalasfuentes. Y no había mucho más en los aledaños del paupérrimo villorrio del Escurial. 

Así estaban las cosas cuando, casi de repente, de la noche a la mañana, surgió la masa pétrea del monasterio. Sin que nadie pudiera dar razones de su origen, irrumpió majestuoso en el centro de un altozano granítico en el recuesto de un cerro que, probablemente ya por entonces, estaba poblado de abantos.


Nadie sabe cómo vino, de donde cayó o cómo brotó. Unos aseguran que fue un trozo de meteorito desprendido de las Perseidas, en una noche de verano. Otros creen que fue como consecuencia de una violenta fusión geológica entre el granito y el gneis y, finalmente otros prefieren pensar que todo partió de una decisión tomada por un rey rubio, de ojos azules y mirada penetrante que lanzó los dados de la fortuna contra el roquedo circundante y estos cayeron ordenadamente formando de inmediato este geométrico paralelepípedo.

 Sea como fuere lo cierto es que ahí lo tenemos, enhiesto, provocador, orgulloso de sus comienzos, ya fueran estos de origen telurico, ígneo o sideral, que para el caso es lo mismo.

Parece que el rey rubio de mirada penetrante fue consciente de que este lugar gozaría hasta el fin de los siglos de una especial protección cósmica y lo comprobó cuando se subió por una estrecha escalerilla de caracol hasta las alturas del cimborrio y desde allí vio cómo se perfilaban a su alrededor las siluetas de siete corpulentos guerreros que, en forma de riscos pétreos, con sus graníticas lanzas estaban custodiando al edificio y preservándole de todas las travesuras meteorológicas del maligno.

Después, el rey rubio de mirada penetrante se dio cuenta de que entre aquellos siete colosos había cinco santos y dos guerreros y de los santos tres eran ermitaños, que yo creo que son más que santos. Fue pronto informado de los nombres de los tres ermitaños que eran Nicolás, Bartolomé y Diego. Hoy, todavía reconocemos los tres cerros y comprobamos que siguen elevando a los cielos sus plegarias protectoras.

Más hacia occidente aparecía, y sigue apareciendo, la redondeada mole del Fraile, otro santón con su capuchón jerónimo en la cima y, más a occidente todavía, estaba el mismísimo San Benito, orondo, cónico y con pretensiones volcánicas.

Y el providencial anillo protector del monasterio concluía con los guerreros del Risco Alto, de lomo recortado y el cercano Abantos, el de mayor altura, indiscutible líder de tan singular cohorte, del que se desprendía la sucesión de canchales del Portacho que parecía querer llegar hasta la misma Lonja.
Pero, hete aquí que, a pesar de este poderoso cordón protector, los vientos céfiros o favonios, según los llamaba el Padre Sigüenza, se cuelan por el portillo de la Cruz Verde, y fatigan en invierno y refrescan en verano.

Y resulta, finalmente, que entre unos y otros, se sigue disfrutando en estos parajes del beneficio de tal guardia pretoriana: los guerreros detienen las masas tormentosas que vienen del septentrión, mientras que los santos y los ermitaños dejan pasar el benéfico aire húmedo y templado causante de las apoteosicas eclosiones primaverales y otoñales de cada año en la fecunda tierra de la Herrería y en el pinar del Romeral.

Gracias a nuestros protectores, gozamos del milagro de la fusión de colores y aromas, de las sin iguales peonías y de los tomillos, de las quitameriendas y de las jaras.