La verdad es que no sabemos con certeza de que manera nuestro
monasterio vino a caer por estos predios. Por aquí no se conocían más que unas
míseras carbonerías que sacaban su negro producto quemando la materia
prima de un tupido robledal y unos cuantos hatos de ovejas que saciaban su sed
en Matalasfuentes. Y no había mucho más en los aledaños del paupérrimo
villorrio del Escurial.
Así estaban las cosas cuando, casi de repente, de la
noche a la mañana, surgió la masa pétrea del monasterio. Sin que nadie pudiera
dar razones de su origen, irrumpió majestuoso en el centro de un altozano
granítico en el recuesto de un cerro que, probablemente ya por entonces, estaba
poblado de abantos.
Nadie sabe cómo vino, de donde cayó o cómo brotó. Unos
aseguran que fue un trozo de meteorito desprendido de las Perseidas, en una
noche de verano. Otros creen que fue como consecuencia de una violenta fusión
geológica entre el granito y el gneis y, finalmente otros prefieren pensar que
todo partió de una decisión tomada por un rey rubio, de ojos azules y mirada
penetrante que lanzó los dados de la fortuna contra el roquedo circundante y
estos cayeron ordenadamente formando de inmediato este geométrico paralelepípedo.
Sea como fuere lo
cierto es que ahí lo tenemos, enhiesto, provocador, orgulloso de sus comienzos,
ya fueran estos de origen telurico, ígneo o sideral, que para el caso es lo
mismo.
Parece que el rey rubio de mirada penetrante fue consciente
de que este lugar gozaría hasta el fin de los siglos de una especial protección
cósmica y lo comprobó cuando se subió por una estrecha escalerilla de caracol
hasta las alturas del cimborrio y desde allí vio cómo se perfilaban a su
alrededor las siluetas de siete corpulentos guerreros que, en forma de riscos pétreos,
con sus graníticas lanzas estaban custodiando al edificio y preservándole de
todas las travesuras meteorológicas del maligno.
Después, el rey rubio de mirada penetrante se dio cuenta de
que entre aquellos siete colosos había cinco santos y dos guerreros y de los
santos tres eran ermitaños, que yo creo que son más que santos. Fue pronto
informado de los nombres de los tres ermitaños que eran Nicolás, Bartolomé y
Diego. Hoy, todavía reconocemos los tres cerros y comprobamos que siguen
elevando a los cielos sus plegarias protectoras.
Más hacia occidente aparecía, y sigue apareciendo, la redondeada
mole del Fraile, otro santón con su capuchón jerónimo en la cima y, más a
occidente todavía, estaba el mismísimo San Benito, orondo, cónico y con
pretensiones volcánicas.
Y el providencial anillo protector del monasterio concluía con los
guerreros del Risco Alto, de lomo recortado y el cercano Abantos, el de mayor
altura, indiscutible líder de tan singular cohorte, del que se desprendía la
sucesión de canchales del Portacho que parecía querer llegar hasta la misma
Lonja.
Pero, hete aquí que, a pesar de este poderoso cordón
protector, los vientos céfiros o
favonios, según los llamaba el Padre Sigüenza, se cuelan por el portillo de
la Cruz Verde, y fatigan en invierno y
refrescan en verano.
Y resulta, finalmente, que entre unos y otros, se sigue
disfrutando en estos parajes del beneficio de tal guardia pretoriana: los
guerreros detienen las masas tormentosas que vienen del septentrión, mientras
que los santos y los ermitaños dejan pasar el benéfico aire húmedo y templado causante de
las apoteosicas eclosiones primaverales y otoñales de cada año en la fecunda tierra de la Herrería
y en el pinar del Romeral.